martes, 25 de septiembre de 2007

LA PRUEBA.

Sherlock Holmes extrajo un frasco de un anaquel y la jeringa hipodérmica de su estuche. Con sus dedos largos, blancos y nerviosos, ajustó la delicada aguja y se enrolló la manga izquierda de su camisa. Durante un momento sus ojos se apoyaron pensativamente en su brazo nervudo, lleno de manchas y con innumerables cicatrices, causadas por las frecuentes inyecciones. Finalmente se introdujo la aguja delgada, presionó el pequeño pistón, se la sacó, y se dejó caer en un sillón forrado de terciopelo, con un profundo suspiro de satisfacción.
Tres veces al día, durante muchos meses, había sido yo testigo de este espectáculo, pero, a pesar de ello, no me resignaba a seguir viéndolo. Por el contrario, día con día me sentía más irritado a su vista. El remordimiento me quitaba el sueño al pensar que me faltaba valor suficiente para protestar. Una y otra vez me había prometido abordar aquel tema escabroso, pero había algo en el aire frío y tranquilo de mi compañero, que me impedía decidirme a hacerlo. Sus facultades casi adivinatorias, su disciplina mental y sus cualidades extraordinarias, me inhibían y me hacían sentir inferior y torpe.

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